CAPÍTULO I 
1

-¿Y no es arriesgado?-me pregunta Ivona con la preocupación oscureciendo sus grandes ojos cristalinos y el acento ralentizando sus palabras. Cristo, es tan rubia esta niña.

-¿Te refieres a…?-empiezo, pero me corta con un gesto de la mano. Me encojo de hombros y sigo lavando platos.

-¿No te asusta que te toque alguien de la uni?-se explica. Emito un tenue “oh” y empiezo a reír, y ella está claramente confundida.

-Para empezar, es una Universidad pequeña y a distancia, no es como si… no hay muchas posibilidades, ¿sabes?-la tranquilizo, pasándole algunos cubiertos chorreantes. Los coge con cierta torpeza.-Y si toca alguien, guardará el secreto, hazme caso.

A decir verdad, en el sistema de educación a distancia la presencia en las aulas es tan efímera que hay más probabilidad de ganarme la lotería que de encontrarme con alguien de la escuela en mi trabajo. Además, un estudiante no tiene para darse gustos de trescientos euros la hora, tal vez el cuerpo docente y directivo, pero es tan poco probable que sería como sentarse en un pajar y clavarse la aguja.

-Sigo pensando que es una locura-interviene Paola. No la hemos visto entrar en la cocina.

-Nadie pidió tu opinión-contesto en broma sacándole la lengua a esa peruana pequeña y morena de lengua afilada, y ella me hace una mueca boba, con lo que reímos más.

Es muy bonito por parte de mis excompañeras de piso preocuparse por mí, pero controlo perfectamente el hecho de haber subido mi teléfono y fotografías a un portal de internet  de Barcelona especializado en servicios de acompañamiento. Un eufemismo para disimular el verdadero nombre del oficio. Ivona me sigue cuando voy a mi habitación.

-¿Lo hacías en tu país?-niego con la cabeza mientras abro el armario para pararme delante, observando mi ropa y recordando involuntariamente mi país. Reconozco para mí misma que no se me habría ocurrido comenzar a putear allá, pero Ivona interrumpe mis pensamientos.-¿Y por qué justamente eso?

-Es la manera más fácil de hacer un poco de pasta en un país con un paro juvenil del sesenta por ciento. En pocos oficios se gana tanto en tan poco tiempo, esta tarde tengo agendado atender a un cliente-contesto a la pregunta que sé que le ronda la cabeza. Se pone un mechón rubio tras la oreja, incómoda.-Pero descuida, llegará en un par de horas, para entonces ya nos habremos despedido.

-Considerado-reconoce.-Yo… tenemos que irnos ahora, buena suerte- Se despide y llama a Paola jalándola del brazo. Paola entiende y la sigue hasta la puerta. Nos vemos todos los días, ellas viven en el piso de arriba, donde antes yo ocupaba una de las habitaciones.

-Gracias, Ivy-les sonrío cuando salen. Al cerrar la puerta, enciendo la radio para ducharme cantando. Me quedo sola en un departamento de tres habitaciones donde tengo una solamente para mí, en la que duermo, leo, veo televisión y descanso y otra, con ducha propia, donde atiendo a mi generosa clientela, y que no se paga con fantasías. Es una manera de vivir como cualquier otra, ¿no? Me desvisto y abro el agua caliente.

Dos horas exactas después de que Ivona y Paola salgan de la casa, llaman al interfón. Reconozco la misma voz que, con cierta vacilación, preguntó por mis precios y me pidió quedar hoy. Es una voz grave y aterciopelada, que transmite tranquilidad y sería ideal para leer sonetos de Shakespeare.
Me parece una tontería, pero dejo sobre la mesa la antología del autor, uno de los principales libros de texto a usar este semestre, y corro a terminar de perfumarme en los puntos estratégicos: tras las orejas, en las muñecas, los pezones, sin exagerar, y la cara interna de los muslos. Me calzo los tacones, sacudo un poco mi melena de ébano y corro a abrir la puerta, pues el timbre ya sonó.

La figura que me espera al otro lado de la puerta parece un maniquí. Es alto, mucho, y de contextura más bien delgada, pero nada escuálido. Trajeado, informal. Cuando entra con gesto amable, todo un caballero, advierto que debe de estar un poco más allá de los treinta. La calvicie es tan incipiente que sólo un ojo experto la vería, y el pelo de color castaño rojizo y con unas adorables ondas invita a pasar los dedos.

-Eres tú, supongo-inclina la cabeza y me mira con sus claros ojos inteligentes, y caigo. Cuando se acerca para darme un beso en la mejilla, me embriaga lo bien que huele. Jamás sabes quién estará del otro lado de la puerta cuando abres, pero parece que esta vez me tocó la rifa.

-La misma. Encantada-respondo, guiándole, algo nerviosa, hacia la habitación laboral. Ha sido convenientemente preparada, con las útiles cortinas anaranjadas, unas velitas disimuladas y sábanas limpias y perfumadas. Cuando llego al borde de la cama me giro y descubro con un respingo que le tengo muy cerca. Me agarra la cara despacio, delicadamente, y me besa. Me dejo hacer abrazándole como puedo porque es horriblemente alto.

Vivo toda la situación de manera algo ausente, como si no se tratara de mí. No sé si calificar eso de bueno o malo.

-Espero que no te importe que vaya algo rápido. Tengo cierta prisa-dice de repente y sonrío para mis adentros. Ahí está. No podía ser ideal. Me voy haciendo a la idea mientras digo que sí y me coge en brazos de repente para caer los dos en la cama. Río sin aliento mientras me saca el vestido. Tras dejarme, aparte de los tacones, desnuda como cuando vine al mundo, con toda clase de discretas pero excitantes caricias aquí y allá, se incorpora para desvestirse él y hago ademán de sentarme para ayudarle. El impulso que me da con dos dedos en el esternón me devuelve al colchón sin dolor pero con firmeza.-Déjame.

Le dejo. No tarda demasiado, y ni por un segundo aparta la mirada de mí, con el serio rostro sombreado con un matiz malicioso, lascivo. Los profundos ojos verdosos recorren mi rostro, mi cuello, mis no muy grandes pero erguidos senos, deteniéndose sin pudor en los erectos pezones oscuros. Bajan por las llanuras de mi vientre bronceado al sol de la Costa Brava.

Salta sobre mí con hambre, y dirige la boca a un pecho, estimulándolo con sus finos labios y arrancándome un tenue gemido. Lo que me sorprende es la mano que de pronto invade mi intimidad. Se toma la libertad de enseñarme lo largos que son sus dedos durante un par de deliciosos minutos, y cuando pregunta si me parece bien que…, le digo que sí, que claro.

Tiene la piel blanca como la leche, cubierta de pecas, y escaso vello. Aprecio la suavidad de sus muslos antes de ponerle el preservativo; tengo un nosequé hacia los muslos masculinos. Me preocupa un poco el tamaño; debe de medir casi veinte centímetros y es de un grosor considerable, a pesar de las experiencias que he tenido hasta ahora, un pene de esas dimensiones siempre es un reto. Cuando me indica que vuelva a la postura de antes, me retiro hasta la cabecera de la cama y me abro desvergonzadamente de piernas. Se lame los labios al verme.

Parece el tipo de hombre que tiene consideración por su compañera, pienso, y no me equivoco. Al principio duele. Él va despacio, pero seguro, y siento que me contraigo a su alrededor, y no que me rompo, cosa que es un alivio. Entra hasta el final, me llena, y jadea.

Y entonces empieza el vaivén.

Para ser sincera, poco recuerdo más allá del afán con el que me aferré a él. Sólo podía concentrarme en las pecas de su hombro derecho. Cuando me vino el orgasmo, acompañado de ligeros espasmos incontrolables (porque lo disfruté, y mucho), le tocó a él poco después, y jadeaba humedeciéndome el cuello con su aliento. Aún permaneció un rato así, sobre mí, en mí, rodeándome y penetrándome, mientras nos recuperábamos, y no resultaba desagradable en modo alguno.

Cuando se levantó, le indiqué el baño para que pudiera asearse. Me puse la bata que había destinado al “post”, y le despedí en la puerta, algo embobada entre los lisitos billetes que ahora llenaban mi bolsillo y la promesa de que volvería.

No creo volver a verle, pero me gustó que lo prometiera. Cuando compartes intimidad, así sea con un cliente, si es bueno, siempre se queda con un trocito de tu corazón, ¿sabes?



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